ENCUENTRO CON DON QUIJOTE EN MILÁN.- (Fantasía quijotesca).
En un lugar de Milán, de cuyo nombre quiero acordarme, no ha mucho tiempo, un hidalgo llamado Don Quijote, recorría la ciudad en busca de … Tal vez numerosos asiduos frecuentadores del Cervantes ignoran, que en pasado, el Instituto hallábase ubicado en vía Montenapoleone, una arteria donde triunfa la moda y el supérfluo, donde los ricones, y los cazurros, llegados de todos los rincones de la urbe, con las alforjas repletas de doblones, admiran extasiados los escaparates, en los cuales se acumulan atuendos, que muchas veces asemejan a pingos, como también calzados, relojes y otras chucherías firmadas, impuestas por el consumismo, que estos bobalicones se apresuran a mercar. Por lo visto, al Caballero de la Triste Figura este ambiente no era de su agrado, ya que en dicha arteria no se podía hallar, ni aún buscándolas con un candil, una tienda de comestibles, o una verdulería donde poder adquirir unas algarrobas para el flaco Rocinante. Se desconoce si las causas de la decisión de mudarse, fueron debidas a un desahucio, o a que estuviese harto de oír hablar exclusivamente japonés. Siendo así que una mañana, recogiendo sus pobres bártulos, en compañía de su fiel escudero Sancho y de su inseparable rocín, se aventuraron a explorar la urbe lombarda en busca de una nueva morada, pero a su paso sus gastadas pupilas sólo podían leer anuncios que proclamaban Si vende, que se referían a viviendas, que naturalmente el Caballero no podía adquirir, pues no estaban al alcance de sus bolsillos, ya que en ellos más bien abundaban las polillas y las telarañas, que el dinerillo. El pobre Sancho solamente soñaba en la gallofa, en jalar, y mientras deambulaban como sonámbulos por Milán, con la esperanza de encontrar un habitáculo donde poder cobijarse, escudriñaban el horizonte en busca de algún mesón o bodegón donde poder dar satisfacción a las muelas, y calmar la congoja de las panzas, la cuales asemejaban a un viejo acordeón en la tienda de un trapero. Siendo sábado, los comerciantes se habían ido a transcurrir el fin de semana al mar o a la montaña.
Tanto daba la tabarra el escudero a Don Quijote con sus sueños de cocina, memorándole lejanos ágapes a base de pucheros manchegos, de cocidos, de las cazuelas de palominos y conejos, de bacalao a la vizcaína, de ternera asada, que el hidalgo cabreado le lanzó una de sus sentencias: «Oye Sancho, come un poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago», a lo que Sancho, que estaba de mala gaita respondió: «Oiga Don Quijote, no me venga con monsergas, recuerde que la gazuza es mala consejera».
Cuando invadidos del cansancio, hambrientos y desesperados la esperanza los abrazó, avistando a lo lejos, lo que le pareció a Don Quijote una fortaleza, imaginando que en dicho lugar no podían negar la hospitalidad a un noble enderezador de entuertos. En realidad era el Castillo Sforzesco. Nadie salió a recibirlos, y la triste realidad fue, que en dicho lugar sólo hallaron museos con piedras prehistóricas y unas pobres momias llegadas de tierras lejanas, que dormían el sueño eterno del exilio encerradas en sus sarcófagos. El instinto y la carpanta crónica de Rocinante, harto de trajinarse el buche vacío, lo guiaron hacia el inmenso parque, donde pudo atiparse de hierba y de agua. El Caballero de la Triste Figura, con los sesos quemados del ayuno, imaginó que aquello era un gigantesco campo de acelgas, e imitando a su rocín, a cuatro patas empezó a devorar aquella exquisita cena. Observando que Sancho no se decidía a copiarlo, y refunfuñaba por el menú, le aconsejó: «A buen hambre no hay pan duro, pues no hay que andar con remilgos, ya que cuando gruñen las tripas hay que darles satisfacción». La noche la transcurrieron todos juntos dándose calor mutuamente, bajo una bóveda adornada de estrellas. Al día siguiente, los carabinieri a caballo, que efectuaban su ronda matinal, los hallaron tiritando de frío. Uno de ellos, que había leído la célebre obra del hijo de Alcalá de Henares, al reconocer al famoso personaje le solicitó un autógrafo, y quiso enterarse de cómo le iban sus andanzas de caballero errante. Al conocer la desventura de su ídolo de juventud le prometió ir en busca de alguien, que indudablemente podría resolverle la papeleta. El servidor del orden no tardó en aparecer en compañía de un ilustre personaje, el cual era nada menos que Dante Alighieri. El creador de la Divina Comedia, propietario de varios inmuebles, conseguidos con los derechos de autor, ofreció generosamente uno de ellos, situado en vía Dante, nº 12, a Don Quijote y a sus inseparables compañeros de fatigas. Ahora todos reposan tranquilamente en las estanterías de la acogedora biblioteca del Instituto Cervantes, montando la guardia a la famosa obra del manco.
CONCLUSIÓN:
“En obra tan singular,
que rival no ha de tener,
España aprende a pensar
y el mundo aprende a leer.
¿Pues, ¿no era manco el autor?
Sí, salió manco de campaña.
Y para más gloria de España,
si Europa nos arma guerra
diremos con desdén profundo:
¡El mejor libro del mundo
lo escribió un manco en mi tierra!”
Ensueño de un asiduo lector del Instituto Cervantes
ANTONIO ÍBERO LAYETANO
Alias El bicho raro
P.S.- La otra noche soñé que de la estantería al lado de mi cama se oían unos extraños rumores, imaginé que fuese algún ratón despistado, pero en realidad era Don Quijote que se quejaba de que hacía varios días que no podía encontrar el periódico El País.
